El primer vuelo
Una joven gaviota se paró al borde del acantilado; le daba miedo
volar. Dio una carrerita y movió las alas. Pero el mar se veía enorme
allá abajo y estaba segura de que sus alitas no la sostendrían. Así que
dio media vuelta y fue a cobijarse en el nido donde había nacido.
Incluso cuando observó a su hermana y su hermano correr hacia el
borde, agitar sus alas y lanzarse a volar, no tuvo valor para imitarlos.
Su padre y su madre la llamaban insistentemente, animándola a probar y
amenazándola con que se moriría de hambre si no echaba a volar. Pero
ella no podía moverse.
Durante un día entero nadie se le acercó. Miraba a sus padres que
volaban con sus hermanos, enseñándoles a elevarse, planear, deslizarse a
ras de las olas y sumergirse para pescar. Vio a su hermano pescar su
primer pez y comérselo, mientras los padres le miraban orgullosos. A
ella nadie le trajo alimento.
Cuando ya el sol se ponía, rebuscó entre la hierba y las algas del
nido algo para echarse al pico. Incluso picoteó las cáscaras del huevo
de donde ella misma había salido.
Su hermano y su hermana dormitaban sobre el acantilado de enfrente.
Su padre atusaba las plumas de su dorso blanco. Su madre les observaba
muy erguida desde una roca. Picoteó un pedazo de pescado que había a sus
pies y frotó su pico, por ambos lados, contra la roca.
A la vista de la comida que tenía su madre, enloqueció la joven gaviota. ¡Cómo le gustaría comer un poco de pescado!
—Ga, ga, ga—, gritó, pidiendo a su madre que le trajera algo de
alimento. Siguió llamando lastimosamente y de pronto dio un grito de
alegría. Su madre había recogido un trozo de pescado y volaba hacia
ella. Se reclinó hacia adelante con entusiasmo, tratando de acercarse lo
más posible.
Pero su madre se paró frente a ella con las patas relajadas y las
alas extendidas. Suspendida en el aire, llevaba el pez en el pico y
estaba tan cerca que la joven gaviota casi podía tocarla. ¿Por qué no se
acercaba? ¿Por qué no le daba el pez? Casi sin poder se inclinó más
hacia adelante.
Con un grito terrible, cayó del acantilado al vacío. La madre batió
sus alas. A medida que iba cayendo, la joven gaviota oía a su madre
volar sobre su cabeza. Le entró tal terror que se le paró el corazón y
ya no oía nada. Pero duró sólo un momento. De pronto sintió que sus alas
se desplegaban. Podía sentir las puntas cortando el aire. Ya no se
caía. Ahora iba planeando hacia abajo y ya no tenía miedo. Sólo se
sentía algo mareada.
Entonces batió sus alas y empezó a subir. Gritando de júbilo, volvió
a batir las alas y subió un poco más. Levantó el pecho para aminorar el
viento.
—Ga, ga, ga—. Su madre pasó junto a ella. Le respondió con un grito.
Entonces olvidó completamente que hasta hacía un momento no había sido
capaz de volar y comenzó a hacer piruetas.
Bajó hasta rozar el agua, volando muy cerca de la superficie. Vio
las olitas blancas sobre la gran masa verdiazul y contempló a su familia
posarse sobre ellas. ¡Le estaban llamando para que se acercara!
Entonces, dejó caer las patas para posarse en el mar.
¡Las patas se hundieron!
Gritando de miedo, trató de elevarse nuevamente, batiendo las alas.
Pero sus patas se hundían cada vez más hasta que su cuerpo reposó en el
agua.
Y dejó de hundirse. ¡Estaba flotando! A su alrededor, la familia daba gritos de júbilo y alabanza.
La joven gaviota había hecho su primer vuelo.
Los gorros colorados
Había una vez un hombre que tenía cincuenta gorros colorados. Su
mujer los puso en una bolsa y lo despidió para que fuera a venderlos en
la feria.
Anduvo por un camino polvoriento hasta llegar a un bosque. Se sentía
tan fresco debajo de los árboles que el hombre tiró la bolsa al suelo y
se sentó a descansar. Entonces le entró sueño; sacó uno de los gorros de
la bolsa, se lo puso, se apoyó en un árbol y se quedó dormido.
Pero el hombre ignoraba que en el bosque vivía una cuadrilla de
monos. Después de un rato, un mono viejo se bajó de un árbol y se acercó
al hombre dormido.
Con mucho cuidado, fue tirando de un gorro hasta sacarlo de la bolsa y
se lo puso en la cabeza. Luego volvió a trepar al árbol y se sentó en
una rama, riéndose. Ya sabéis que a los monos les gusta imitar a las
personas.
Al ver lo que había hecho el mono viejo, un monito bajó saltando del
árbol. Se acercó con mucho sigilo al hombre, tomó un gorro y regresó al
árbol. Lo mismo hicieron otros compañeros del monito con una rapidez
increíble. Así que pronto hubo cuarenta y nueve monos subidos a los
árboles, parloteando y riéndose. ¡Y todos se habían puesto el gorro
colorado en la cabeza! Los monos hacían tanto ruido que el hombre se
despertó y vio que la bolsa estaba vacía.
-¿Y ahora qué voy a hacer? -gritó-. ¿Qué le diré a mi mujer cuando llegue a casa sin dinero... y sin los gorros?
Estaba tan enfadado por haberse dormido que se arrancó el gorro y lo tiró al suelo, enfurecido.
Los cuarenta y nueve monos que estaban sentados en los árboles vieron
lo que había hecho. Así que, todos a la vez, también se quitaron los
gorros y los tiraron al suelo.
El hombre no podía creer lo que veía. Pero estaba muy contento de la
suerte que había tenido. Recogió los cincuenta gorros, los volvió a
poner en la bolsa y, echándosela al hombro, se marchó a venderlos en la
feria.
El señor tigre
Hace muchos, muchísimos años, cuando las personas y los animales
hablaban todavía el mismo idioma y el tigre tenía una piel de color
amarillo brillante, una tarde el búfalo regresaba a su casa, después de
bañarse en el río. Iba canturreando una canción, con la nariz bien alta,
porque en aquel tiempo aún tenía la nariz saliente y el labio superior
entero. Su hocico apuntaba hacia el cielo y no se dio cuenta de que el
tigre le seguía hasta que oyó a su lado un ronco "buenas noches".
El búfalo hubiera echado a correr muy a gusto, pero no quería parecer
cobarde. Así que siguió su camino mientras el tigre le daba
conversación.
-No se te ve mucho por el bosque. ¿Sigues trabajando con el hombre?
El búfalo dijo que sí.
-¡Qué cosa tan rara! No lo comprendo. ¡Caray!, el hombre no tiene
zarpas, ni veneno, ni demasiada fuerza, y encima es muy pequeñajo. ¿Por
qué lo aceptas como jefe?
-Yo tampoco lo comprendo -contestó el búfalo-. Supongo que será por su inteligencia -In-te-li... ¿qué?
-Inteligencia es algo especial que tiene el hombre y que le permite
dominarme a mí, y también al caballo y al cerdo, al perro y al gato
-explicó el búfalo con aire sabiondo, contento de saber más que el
tigre.
-Interesante, pero que muy interesante. Si yo tuviera esa inteli- lo
que sea, la vida me sería mucho más agradable. Todos me obedecerían sin
esas carreras y esos saltos que ahora tengo que dar. Me tumbaría en la
hierba y escogería los bichos más gordos para mi comida. ¿Tú crees que
el hombre me vendería un poco de su in-te-li-gen-cia?
-No... no lo sé -murmuró el búfalo.
-Se lo preguntaré mañana. ¡No se atreverá a negarse, digo yo! -gruñó el tigre, y desapareció en la oscuridad.
El búfalo se encaminó lentamente hacia su casa, un poco asustado,
temiendo haber hablado de más. Pero después de la cena se tranquilizó.
"El tigre nunca viene a los arrozales", pensó antes de dormirse.
A la mañana siguiente, cuando llegó al campo con su amo, el búfalo
vio que había juzgado mal al tigre, porque ya estaba allí esperando.
Incluso había preparado un discurso para aquel encuentro.
-No te asustes, amo hombre -dijo el tigre amablemente- He venido en
son de paz. Me han dicho que posees una cosa llamada in-te-li-gencia, y
quisiera comprártela. Desearía hacerlo en seguida, porque tengo mucha
prisa. ¡Todavía no he desayunado!, ¿comprendes?
El búfalo se sintió muy culpable. Pero entonces oyó que el campesino respondía:
-¡Qué gran honor! ¡El señor tigre en persona visitando mi humilde
campo y dándome la oportunidad de servir a un animal tan grande y tan
hermoso!
Y le hizo una reverencia como si estuviera ante el propio emperador.
El tigre, lleno de orgullo, respondió:
-Por favor, no hagas ninguna ceremonia por una simple criatura como yo. Sólo he venido a comprar...
-¿Comprar? -le interrumpió el campesino-. ¡Ni pensarlo! Insisto en
regalártela, para que sea un recuerdo de esta grata visita que tanto
honor me hace.
-Oh, qué amable por tu parte. Nunca pensé que el hombre tuviera tan
buenos modales -dijo el tigre; pero, en realidad, estaba pensando para
sus adentros: "¡Vaya día de suerte! Primero me reciben como a un rey,
luego me dan la in-te-li-gencia gratis y después me zampo al campesino
para abrir el apetito y al búfalo para desayunar".
Los ojos le brillaban como dos estrellas verdes mientras insistía:
-Me la darás ahora mismo, espero.
-Lo haría con mucho gusto, pero siempre dejo la inteligencia en casa
cuando salgo a trabajar-contestó el campesino, que había advertido el
brillo de gula en los ojos del tigre-. Ya ves, vale demasiado para que
me arriesgue a perderla, y, además, aquí no la necesito.
Pero voy corriendo a casa y te la traigo ahora mismo.
Avanzó unos pasos, pero se volvió en seguida.
-¿Has dicho que todavía no habías desayunado?
-Sí. ¿Por qué lo preguntas?
-Porque en ese caso no puedo dejar contigo al búfalo. Te lo comerías.
-Te prometo que no me lo comeré. Por favor, ¡date prisa!
-No dudo de tu promesa, pero si la olvidas y te comes al búfalo
¿quién me ayudará en mi trabajo? Por otra parte, es tan lento que, si lo
llevo conmigo, tardaríamos horas en ir a casa y volver, y no quisiera
hacer esperar a Su Excelencia. Claro que, si permites que te ate a aquel
árbol, el búfalo podría quedarse aquí sin miedo.
El tigre aceptó.
"Me los comeré a los dos más tarde", pensó mientras el campesino le
ataba fuertemente al árbol. Y la boca se le hacía agua sólo con imaginar
el sabor del gran búfalo, del hombrecito moreno y de aquella cosa nueva
que se llamaba in-te-li-gencia.
Al cabo de un rato el campesino regresó.
-¿La has traído? -preguntó el tigre impaciente.
-Claro -respondió el campesino, enseñándole una cosa que ardía en la punta de un palo.
-Pues dámela, ¡aprisa! -ordenó el tigre.
El campesino obedeció. Puso la bajo los bigotes del tigre y empezaron
a arder. Le acercó el fuego a las orejas, al lomo, a la cola, y por
donde rozaba le dejaba la piel chamuscada.
-¡Me quema, me quema! -aullaba el tigre.
-Es la inteligencia -dijo con ironía el campesino-. Ven, búfalo, vámonos.
Pero el búfalo no podía irse. Se tronchaba, se moría de risa.
Figúrate al señor tigre, el terror de la selva, dejándose atar a un
árbol para luego ser quemado con una antorcha.
¡Una escena graciosísima! El búfalo se revolcaba por la hierba, sin
poder dejar de reír, hasta que su hocico chocó contra un tocón de árbol
que le partió en dos el morro y le aplastó la nariz. Y todavía hoy se
ven los resultados de este accidente en sus descendientes.
¿Y qué pasó con el tigre? Pues que rugió y pataleó, y poco después
las llamas quemaron la cuerda y por fin pudo escapar. Pero la cuerda
ardiendo le había chamuscado tanto su piel amarilla que, por mucho que
se lavó, no pudo borrarse las rayas negras que le quedaron marcadas. Y
esa es la razón de que el tigre tenga rayas.
Mi pequeño caracol
MI PEQUEÑO CARACOL
Cuando una mañana de domingo Marta se despertó, enseguida pensó en
dar de comer a sus peces, la noche anterior estaba muy cansada y se fué a
dormir enseguida. Con alegría se acercó a su pecera y con gran asombro
descubrió que increíblemente se había metido un caracol en ella.
Rápidamente llamó a su madre para que lo viera.
"Vaya qué pequeño es", dijo la mamá mientras miraba al pequeño caracol de agua. "Sólo un punto negro."
"Seguro que crece y se hace muy grande", dijo Marta y bajo
corriendo a desayunar. Por la noche y antes de acostarse encendió la luz
de su tanque de peces.
Vió los peces de colores naranja que eran grandes y gordos, que
estaban dormitando en el interior del arco de piedra. Mandíbulas estaba
despierto, y nadaba a lo largo de la parte delantera del depósito
moviendo rápidamente la cola y haciendo que en el agua se formara espuma
y muchas burbujas. Tardó Marta un tiempo en encontrar al pequeño
caracol y lo encontró pegado en la parte inferior del acuario, justo al
lado de la grava.
Cuando llegó al cole al día siguiente contó a todas sus amigas
el descubrimiento del caracol y les dijo que era tan pequeño que se le
podía confundir con un pedazo de grava. Todas se pusieron a reír y una
de las chicas de su clase dijo que parecía una mascota ideal para ella,
ya que Marta era un poco bajita.
Esa noche Marta encendió la luz para encontrarlo, y estaba
aferrado a la punta de una pequeña banderita que salía de la maleza del
acuario. Estaba cerca del filtro de agua y se balanceaba con las
burbujas de aire que salían de este .
"Esto debe ser muy divertido", pensó. Trató de imaginar como
debe ser el tener que aferrarse a las cosas todo el día y decidió que
probablemente era muy agotador. Después de darles de comer, se sentó al
lado para observar como los peces nadaban, se perseguían y jugaban entre
ellos. Entonces observó como uno de los peces de color naranja estaba
absorbiendo grava y volviendola a lanzar, cuando en una de esas se tragó
al pobre caracol que estaba paseando tranquilamente por la grava. Marta
saltó de su silla, pero de pronto lo vio salir escupido del pez. Así
continuó haciendo el pez de color naranja, varias veces, hasta que el
pobre caracol flotó hasta la parte inferior del tanque entre la grava de
color. Marta no podía parar de reir.
"Creo que ha crecido un poco", le dijo a su mamá en el desayuno al día siguiente.
"Menos mal, sino se lo van a tragar todos los días varias
veces", dijo su mamá, tratando de ponerse el abrigo y comer tostadas al
mismo tiempo.
"Pero yo no quiero que sea demasiado grande o no será tan
bonito. Las cosas pequeñas son más bonitas que las grandes, ¿no es
así?".
"Sí lo son. Pero las cosas grandes también pueden ser muy bonitas. Ahora date prisa, voy a perder el tren."
En la escuela, ese día, Marta dibujó un elefante. Necesitaba dos
pedazos de papel para hacer los colmillos pero a su maestra no le
importaba porque estaba contenta con el dibujo y quería ponerlo en la
pared de la clase. En la esquina del dibujo, Marta escribió su nombre
completo, y dibujó pequeños caracoles sobre las “a” de su nombre. La
maestra dijo que era muy creativa.
Ese fin de semana decidieron que había que limpiar el acuario.
"Hay una gran cantidad de algas en los laterales", dijo mamá.
Se llevaron los peces con mucho cuidado y los pusieron en un
bol muy grande que tenía mamá para cocinar mientras vaciaban un poco de
agua. Mamá usaba una aspiradora especial para limpiar la grava,
mientras que Marta recortaba la maleza del estanque para dejarla a un
tamaño adecuado y frotó el arco y el tubo de filtro. Mamá vertió agua
nueva en el acuario.
"¿Dónde está el pequeño caracol?" Preguntó Marta.
"En el lado", dijo mamá. Estaba ocupada concentrándose en echar el agua."No te preocupes he tenido mucho cuidado con él."
Marta miró por todos los lados del acuario. No había ni rastro del caracol de agua.
"Probablemente está en la grava", dijo su mamá. "Vamos a acabar
el trabajo, que tengo que hacer la comida todavía." Saco todos los peces
del bol y los dejó caer en el agua limpia del acuario. Los peces no
dejaban de nadar y daban vueltas y vueltas, alegrandose de tener un agua
tan limpia.
Esa noche, Marta volvió a comprobar el acuario. El agua se había
instalado y se veía preciosa y clara, pero no había ni rastro del
pequeño caracol. Se tumbó en la cama e hizo algunos ejercicios,
estirando sus piernas y los pies apuntando al cielo. El estiramiento era
bueno para los músculos y cuando Marta terminó, se arrodilló a mirar
otra vez el acuario, pero seguía sin haber rastro del caracol.
Bajó las escaleras, su madre estaba en el estudio, rodeada de
papeles. Tenía sus gafas puestas y el pelo todo revuelto en el lugar
donde había estado pasando sus manos, se notaba muy concentrada. Marta
le dijo que seguía sin ver al caracolito y que estaba muy preocupada.
"Ya aparecerá no te preocupes, es muy pequeño y se puede
esconder en cualquier sitio." fue todo lo que dijo. "Ahora a la cama
Marta. Tengo montañas de trabajo que hacer para ponerme al día."
"Lo has aspirado ¿verdad," dijo ella con un tono de voz y una cara que denotaban su enorme enfado.
"No lo he hecho. Tuve mucho cuidado. Pero es muy pequeño."
"¿Qué hay de malo en ser pequeño?"
"Nada en absoluto. Pero se hace más difícil de encontrar que si fuese grande."
Marta salió corriendo de la habitación y se fué a su cuarto con lágrimas en los ojos, tumbandose en la cama.
La puerta del dormitorio se abrió y la cara de mamá apareció. Marta
trató de ignorarla, pero era difícil cuando se acercó a la cama y se
sentó junto a ella. Estaba sosteniendo una enorme lupa en sus manos.
"He recordado que papa tiene esta lupa gigante para ver bien su
colección de sellos", dijo. "Extra de gran alcance, para la caza del
caracol". Marta sonrió a su madre y saltó de la cama rápidamente..
Se sentaron una junto a la otra y empezaron a mirar por todas
las partes del acuario, en las esquinas entre las grandes piedras, en la
grava y la espiga de agua.
"¡Ajá!" Mamá de repente gritó.
"¿Qué?" Marta cogió la lupa y miro donde su madre estaba señalando.
Allí, escondido en la curva del arco, perfectamente oculta en la
piedra oscura, estaba sentado el pequeño caracol. Y sorprendentemente
junto a él habia otro caracol de agua, incluso más pequeño que él.
"¿Pero de dónde ha salido?"
"Estoy empezando a sospechar que la hierba del acuario es buenisima ¿no crees?"
Los dos se rieron y se metieron en la cama de Marta juntas, abrazadas bajo el edredón. Era acogedor, pero un poco apretado.
"Muévete un poco," dijo mamá, dándole un empujón a Marta con su trasero.
"No puedo, estoy tocando la pared."
"¡Por Dios como has crecido entonces. ¿Cuándo ha ocurrido esto?
Tenemos que apuntar en la pared tu altura y consultar cada poco tiempo,
pues estas creciendo como un gigante."
Las tres calvas
Martín nos había invitado a mí y a los demás chicos a su fiesta de cumpleaños.
Mi mamá me dijo:
—Te cortaré el pelo antes de la fiesta.
—¡No me lo cortes demasiado!
—Es que lo llevas demasiado largo —dijo mi mamá, mientras seguía cortando.
Al mirarme al espejo, comprobé que me lo había cortado demasiado. ¡Y me había dejado tres calvas!
"Ahora no me divertiré en la fiesta de Martín", pensé.
Me tapé las calvas con mi sombrero vaquero y salí a jugar.
—¿Por qué llevas tu sombrero vaquero? —preguntó José.
—Porque me da la gana.
—Pero si hace calor —dijo Diana—. Te sudará la cabeza.
—Es bueno que la cabeza sude. La humedad hace que el pelo crezca más deprisa, ¿no?
—Vamos a comprarle un regalo a Martín —dijo Diana—. Vente con nosotros.
Entre mí pensaba... "Puede que no vaya a la fiesta de Martín ahora
que tengo que ponerme el sombrero vaquero para taparme las tres calvas."
Todos mis amigos se habían reunido en la tienda y compraban regalos para Martín.
—¿Por qué llevas puesto ese sombrero vaquero? —me preguntó el hombre de detrás del mostrador.
—Para que le sude la cabeza —respondió Diana.
—El sudor hace que el pelo crezca más deprisa —dijeron José y Diana.
"Tengo buenos amigos. Siempre dicen la frase más oportuna", pensé complacido.
Hasta me puse el sombrero vaquero para ir a la escuela.
—¿Por qué no te quitas el sombrero? —preguntó mi maestra.
—No puedo —respondí. También me puse el sombrero vaquero para
sentarme a cenar. —Quítate el sombrero —dijo mi papá. Papá tiene una
gran calva. La miré y pensé que no podía explicarse mi proceder, porque a
él ya no puede crecerle el pelo. Después de cenar me fui a mi
habitación, cerré la puerta con llave y me miré al espejo para ver si me
había crecido el pelo. Pero no. "Si duermo con el sombrero puesto",
pensé, "la cabeza me sudará toda la noche y mé crecerá el pelo". A la
mañana siguiente lo primero que hice fue mirarme al espejo, y aún tenía
las tres calvas.
José y Diana vinieron a casa. —¿Estás listo para ir- a la fiesta? —Sí, vamos. "Pero no voy a divertirme", pensé.
—¿Vas a llevar ese sombrero vaquero? —preguntó Diana.
-¡Sí!
No estaba nada convencido. Nadie se presenta a una fiesta de cumpleaños luciendo tres calvas.
Fuimos caminando a casa de Martín con nuestros regalos y... mis tres calvas.
Llamamos a la puerta y nos abrió la madre de Martín; parecía muy enfadada.
—Ya están todos aquí y Martín se niega a salir de su habitación.
Subí las escaleras y entré en la habitación de mi amigo. Martín estaba mirándose en el espejo y llorando a lágrima viva.
—¿No piensas asistir a tu fiesta? —pregunté.
—No —dijo Martín—. Me encuentro raro.
Martín llevaba puesto su mejor traje y a mí me pareció que tenía muy buen aspecto.
—A mí no me pareces raro.
—Mi madre me ha cortado el pelo y me ha dejado tres calvas —dijo Martín.
Me acerqué a él y vi que, efectivamente, ¡Martín tenía tres calvas!
La madre de Martín era como la mía. ¡Le había rapado demasiado!
Solté una carcajada, me quité el sombrero vaquero y le mostré a Martín las tres calvas mías.
—Feliz cumpleaños, Martín —dije. ¡Y él también se echó a reír!
Así que bajamos luciendo nuestras respectivas calvas y no paramos de divertirnos en toda la tarde. La fiesta resultó completa.
Sudi y el tigre
Había una vez un pequeño indio llamado Sudi, a quien le encantaba gruñir a los tigres.
—Ten cuidado —le dijo su madre—. A los tigres no les gusta que les gruñan.
Pero a Sudi no le importaba y un día que su madre salió, fue a dar un paseo a ver si encontraba un tigre para gruñirle.
En cuanto apareció Sudi, el tigre saltó y gruñó: —Grr... Grrrr.... Y
Sudi le contestó: —Grrrr.... Grrr... ¡EI tigre estaba enfadadísimo!
"¿Qué se cree que soy?" —pensó— "¿Una ardilla? ¿Un conejo? ¿Un ratón?"
Así que al día siguiente, al ver acercarse a Sudi, saltó de detrás de un árbol y gruñó más fuerte que nunca. —Grrr... Grrrrrr...
—Tigre bonito... ¡Buen chico! —dijo Sudi, acariciándolo.
El tigre no pudo soportarlo y se alejó a afilar sus garras. Movía la
cola y entre gruñido y gruñido repetía: —¡Soy un tigre! T -1 - G - R -
E.
Entonces fue a beber al estanque. Cuando terminó, miró su reflejo en
el agua. Era un hermoso tigre amarillo y cobrizo, con rayas negras y una
cola muy larga. Gruñó otra vez, tan fuerte que llegó a asustarse a sí
mismo. Salió corriendo. Al fin se detuvo.
"¿De qué huyo?" —pensó—. "Si he sido yo mismo. ¡Vaya, este chico me ha trastornado! ¿Por qué les gruñirá a los tigres?"
Al día siguiente, cuando pasó Sudi, lo detuvo.
—¿Por qué les gruñes a los tigres? —preguntó.
—Bueno —dijo Sudi—, en realidad, porque soy tímido. Y si les gruño a los tigres me siento mejor. No sé si me entiendes.
—¡Claro que te entiendo! —exclamó el tigre.
—Después de todo —siguió Sudi— los tigres son los animales más feroces del mundo y el que les gruñe es porque es valiente.
El tigre estaba encantado, y le gustaba que Sudi le respetara por ser también el un animal muy valiente.
Entonces le pregunto:
—¿Crees que los tigres somos más feroces que los leones?.
—¡Oh, sí! —contestó Sudi.
—¿Y los osos?
—Mucho más feroces.
El tigre ronroneó, amigable.
—Eres un buen chico —dijo, le lamió.
Después de eso, salían a pasear juntos con frecuencia y de vez en cuando se gruñían el uno al otro. |